Pues bien, hay un placer voluptuoso en toda esa degradación, y en la conciencia de ella. ¿Les molesto? ¿Les destrozo el corazón? ¿No dejo dormir a nadie? Muy bien, sigan despiertos. Sientan a cada instante que me duelen las muelas.
Memorias del subsuelo - Dostoievski
Facundo iba y venía de mi vida desde que yo tenía 15 y él 20. No era tanta la diferencia de edad, pero yo era una adolescente y él estaba más allá del bien y el mal. Era un poeta, un escritor admirable, tuvo una faceta insoportable como militante de un partido intrascendente, pero era un guitarrista increíble. Escucharlo hablar o tocar o leerlo era como entrar en trance. Ni hablar de que estaba bendecido por algún Dios del sexo, envuelto en un aura de feromonas inesquivables. Hoy lo pienso y no sé si era tan lindo. Pero todo lo que evocaba era una falta de respeto. El pelo despeinado, con un mechón cayéndole al costado de la frente. La mirada salvaje. Cuando me miraba fijo a los ojos sentía que me estaba robando, que estaba viendo un montón de cosas de mí que ni yo misma conocía, ni quería conocer, ni mucho menos que las vea él. Tenía que lograr que confíe plenamente en su primera observación que nos unió: “Sos muy madura para tu edad”. Era lo más halagador que se le podía decir a una quinceañera. Mis amigas se alegraban por mí; estaba buenísimo que este rockstar poeta revolucionario me haya dado bola. No tenía nada más alto a lo que apuntar. Desde que lo había visto una sola vez, a los 13, me acuerdo que pensé que mi mayor sueño en la vida era que me bese. Mi imaginación no volaba más allá de eso.
La devoción hacia él era absoluta; una sumisión consciente y elegida.
Era boludísima. Inmensamente tonta. Imaginen a la persona más boluda que conocen y duplíquenlo por mil: eso era yo.
Enseguida nos pusimos de novios.
El tiempo pasó. Vivía en un bucle sin salida. Era insoportable. Lo amaba, lo odiaba, me odiaba por amarlo. Cada vez que nos encontrábamos terminaba igual: yo arrepentida despertando en su casa de Quilmes. Siempre, de alguna forma, nos teletransportábamos del bar del Obelisco a Quilmes. Amanecía con resaca, pensando en no volver nunca más. Bloqueándolo. Así durante años.
Era todo cualquier cosa. Tuvimos una etapa en la que nos encontrábamos a la madrugada en un centro donde realizaban ceremonias de té oriental, una especie de templo taiwanés. Él trabajaba ahí, así que tenía las llaves. A la noche nos encerrábamos. Cogíamos sobre la mesa enorme de madera, al lado de las esculturas de dragones, haciendo tambalear las vasijas orientales. Era una experiencia religiosa.
Hubo un sólo período de separación apenas más largo. En ese interludio, salí con un chico que me gustaba. Hasta que un día, me confesó que tenía una orden de restricción de su ex.
No tenía ganas de profundizar en las complejidades del caso ni analizar si era verdad, que la ex era psiquiátrica o si él era un hijo de puta. Ya me había dedicado a pensar las complejidades de mi propio hijo de puta, y por eso, elegí quedarme con el loco conocido antes que el loco por conocer. El consuelo de mi madre fue alentador: “A nosotras no nos gustan los tipos normales. Nos aburren”. Conmigo le gusta hablar en plural.
Esa misma noche, por alguna casualidad o conexión cósmica, Facundo me llamó. Tenía un radar para saber cuándo aparecer.
La abstinencia había sido difícil, pero empezaba a creer que algún día se me iba a pasar esto de que yo lo amo porque él no me quiere. Que el mundo tiene sentido solo cuando estamos juntos.
No quería que vuelva. Estaba harta de este juego perverso en el que siempre perdía. Porque él siempre se quedaba solo, pero tenía otra fuerza, él vivía con la conciencia de ser él. Por eso mismo, se la bancaba. Yo no. Cada recaída me arruinaba. Ni bien lo desbloqueaba, me lo cruzaba de casualidad en el subte o en la calle. El mundo no me dejaba escapar de él. Cada vez que cedía, él me respetaba un poco menos por quererlo. Eso me destruía. Cualquier otra adicción era más llevadera que esta.
— Nunca hablé de esa noche. No sé cómo se habla de eso, y tampoco estoy del todo segura de lo que pasó. Pero sé que lo que pasó ahí no fue solo eso, sino que me devolvió al comienzo de las noches: todas las veces en que me alejé de mí para poder estar con él.
Él, de última, era un forro. Pero yo estaba loca. Sino no se explica esa urgencia de vagar por sus alcantarillas.
La primera vez que cogí fue con él, que ya se había cogido a toda la ciudad de Buenos Aires, entre ellos, también, a mi mejor amiga. La semana anterior. Yo tenía 15, él 20. Mi amiga me había roto el corazón. Pero no podía dejar que él se me escape. Tal vez la bicha de mi mejor amiga del alma me había primereado y esa era mi tragedia. Pero a él no podía dejarlo ir. Ya no tenía nada que perder. Lo amaba más que nada en el mundo. Mi vida entera dependía de que él me eligiera. Y de salvarlo. Porque su vida era horrible, pero él era hermoso y era todo lo que siempre había soñado.
La semana siguiente a la traición, vino a la puerta de mi casa con unas tres cervezas en sangre y otras cuatro en el estuche vacío de la guitarra. Lo dejé pasar.
Mi cuarto era adorable. Tenía una biblioteca, fotos de artistas, bandas y escritores que me gustaban pegados en las paredes. La luz no funcionaba. Tenía solamente unas lucecitas azules de Navidad que colgaban sobre la ventana.
No sé por qué habíamos puesto el colchón en el piso. Bajo esa luz azul lo escuché decir que se sentía un pelotudo, que merecía estar con alguien mucho mejor, que siempre rompe todo lo que toca y que nunca logra dejarse querer. Me pidió perdón. Le dije que me está pidiendo perdón desde que lo conozco, que el perdón lo concede Dios para que él se deshaga de sus culpas, que tampoco sirven de nada. Que lo único que tenía que hacer conmigo era hacerse cargo, tomar decisiones. Quererme si me quiere o alejarse.
Le dije que nunca me perdonaría a mí misma por perdonarlo. Que él y mi mejor amiga me habían hecho lo peor que alguien podía hacerme, que ahora estaba sola y si lo perdonaba, estaría traicionándome a mí para abandonarme completamente.
Nos miramos a los ojos. Él tenía esa mirada como de estar robándome algo que ni yo sabía que tenía.
Me dijo que perderme fue lo peor que hizo en su vida.
Yo le dije que lo amo.
Nos besamos.
Para ese momento ya nos habíamos bajado las cervezas que trajo y habíamos comprado dos más y un licor horrible de chocolate, que se metió en el bolsillo de la campera. De ahí en adelante recuerdo todo ese año azul y borroso. Pero había hecho fuerza para recordar esa primera vez. Yo quería hacer el amor. Ninguna de mis amigas había cogido. Mi mayor educación sexual eran las películas de Isat que pasaban a la madrugada en la tele con forma de caja chiquita.
El colchón, el alcohol, el humo de los cigarrillos, el piso cubierto de ceniza. Un CD de Radiohead sonando de fondo. Me acuerdo de su pija porque fue la primera pija que vi en mi vida y pensé que era muy graciosa y me dio risa, pero no podía reírme porque se suponía que todo era pasión.
Él hizo cosas que podrían haber estado bien si no hubiese estado totalmente ebria. Yo era casi una ameba. Pero él también estaba borracho. Y nos amábamos, íbamos a volver a estar juntos a pesar de que me haya traicionado con mi mejor amiga porque el amor era más fuerte, teníamos una conexión trascendental, de otras vidas. No había dudas de eso. Entonces se puso arriba mío, y yo en el colchón, en el piso, miraba la ventana semiabierta, con las lucecitas caídas. Vos no sos como las vírgenes que hay que tratar como vírgenes, respondió cuando le pedí que vaya lento. No sé qué carajo significaba eso. Deberías haber garchado antes con alguien más, dijo también, como quien no quiere hacer un trámite molesto. Tenía 15 años y estaba enamorada de él desde los 13, no sé qué pretendía. ¿También se habría burlado de mi amiga por no tener experiencia? Mientras se movía sobre mí, le repetí, que vaya despacio, más suave. Lo hizo, me pasó la lengua por el cuello y me susurró al oído: “Martina lo hace mejor”. Ahí se me escaparon dos lágrimas. Respiraba en un espacio confuso entre la calentura y la angustia. Me tapó la boca y entró más fuerte. Y rápido. “Martina es más flaca, es más fácil manejarla”, me decía al oído, mientras con una mano me apretaba la mandíbula y me mordía la oreja. Yo lloraba esperando que terminara. Él quería que le pegue, que me llene de odio y que garchemos violentamente. Esa fue la dinámica durante todos los años siguientes, pero justo ahí, yo no sabía nada del mundo ni del cuerpo ni del amor o el respeto ni de la ternura. Aprendí que esa noche no aprendí absolutamente nada.
—No quería hablar de esa noche, sino de la otra, la última. No sé cómo se habla de esas noches, nunca lo hice. No estoy segura de nada de lo que pasó.
Me acababa de enterar que el chico con el que había salido los últimos meses tenía una orden de restricción de su ex.
Esa misma tarde desbloquee a Facundo, que enseguida me llamó para vernos. Cuando atendí el teléfono le dije:
— Me engualichaste. Eso no estaba en las reglas del juego.
— Pero vos sabes que jugas en mi tablero-, contestó.
Como siempre, le repetí, que él era la razón de todos mis problemas, pero sobre todas las cosas, que era un pelotudo.
Me mando las coordenadas por mensaje de texto.
Inmediatamente lo volví a bloquear, pero llegué puntual.
Nos encontramos en un bar cerca del Barrio Chino. Apenas llegué le dije: no vamos a coger, bajo ninguna circunstancia. Al otro día tenía que presentar mi proyecto de tesis, era importante para mí. Tenía que ponerme a prueba, ser fuerte, no caer en sus encantos.
Después de una infinidad de juegos mentales de desciframiento mutuo, recién ahí nos encontrábamos con la misma conclusión: somos lo mismo. Yo soy la luz, él la oscuridad. Yo busco desesperadamente esa perlita escondida en su corazón turbio, y él busca el vacío que tengo, como un agujero negro que puede absorber toda la luz a su alrededor. Él agarraba el vacío, me lo mostraba y lo estiraba como si fuese una bandita elástica, con la que armaba figuras de cuerdas entrelazándola en los dedos. Así me arruinaba: como si fuese un juego. Mientras tanto filosofábamos, leíamos fragmentos de libros, nos leíamos cosas propias, hablábamos obsesivamente de música o autores o películas. Era como si estuviésemos sumergidos en la profundidad de un océano donde no se ve nada, y las palabras emergen desde el fondo como burbujas, que explotan antes de llegar a la superficie. Nada de lo que pasaba entre nosotros era sostenible en la superficie, sino sólo en ese fondo donde compartíamos el mismo lenguaje. Salir con un escorpiano es terrible.
Él me había dicho que estaba en pareja hace unos meses. Tomamos dos pintas cada uno en ese bar. Dos pintas en otro. Dos botellas de birra que nos llevamos para tirarnos al pasto de Barrancas de Belgrano. Nos levantamos porque él quería ir al kiosco. Cuando llegamos, pidió un paquete de preservativos y yo le dije, de vuelta, que no pensaba coger con él. “No son para usar con vos”, respondió. Por supuesto, nunca los usaba conmigo. Porque me amaba. Era la elegida. Yo sería la madre de sus hijos y, en su defecto, compartiríamos una ensalada de ITS. Pero sería nuestra ensalada.
En algún momento me desmayé o me caí o me desplomé, no sé qué pasó, ahí tengo un blanco.
Aparecimos sentados en la vereda.
Me puse a llorar, probablemente porque recién había cortado con un chico que me gustaba y ahora estaba en pedo con mi ex, que estaba en pareja. En ese punto no me acuerdo nada.
Solo de la luz roja del Kentucky. Después tengo un blanco total.
Me acuerdo de despedirlo en su parada y, que antes de subirse al bondi me diga: “No puedo creer que me hiciste esto”. Antes de bloquearme, el último mensaje: “Vos sabías que estoy en pareja”. Estaba a unas 20 cuadras de mi casa. No se si me acuerdo de esa vuelta pero recuerdo la sensación de que fue eterna, tambaleante. En el camino fumé un atado de puchos y corrí y me caí varias veces. Nunca había sentido la mirada de tantos pajines juntos en la calle oscura. Como si tuviera un cartel luminoso en medio de las tetas, no sé. Cada tipo que pasaba me gritaba una guarangada distinta. Algunos insistían y caminaban atrás mío, entonces yo corría metiéndome por otra calle y así tardé el doble en llegar a casa.
En esa época era sonámbula y vivía con mi vieja. A las 8 sonó la alarma: tenía que ir a la facultad a presentar mi proyecto de tesis. Cuando me desperté me sentía inmunda; el pelo sucio con olor a pucho, la transpiración de cerveza. Me dolía todo. Levantar la cabeza fue lo peor. Quise levantarme a tomar agua pero tuve que ir directo al baño a vomitar. Mi madre dijo que a eso de las cinco de la mañana me encontró en corpiño, sentada en el sillón del living, mirando el programa de la Iglesia Universal de Canal 9, con una bandeja de berenjenas cortadas en rodajas sobre mis piernas. Esas cosas eran habituales en mi sonambulismo. Amanecí con la ropa de anoche: los borcegos puestos, la pollera de jean y el corpiño bordó. No tenía la remera que había usado ese día. No la encontré nunca más. Cuando me miré al espejo me preocupó pensar en cómo iba a maquillar esta cara de muerte. Tenía los labios hinchados, con sabor a sangre, que salía de marcas profundas de dientes. La cara atravesada por lágrimas negras de rímel, que le aportaban un dramatismo exagerado a la situación. El cuello con moretones violetas. Huellas verdes de dedos en las muñecas. En fin, estaba horrible, pero tenía que salir corriendo a la facultad para llegar a tiempo.
Me lavé la cara, me até el pelo, desodorante, perfume, botella de agua y fui directo a tomar el tren.
Mientras veía los árboles y las casas quedarse atrás, porque iba en el asiento que mira hacia atrás, se me vino una imagen de anoche, como un flash: la tanga roja caída hasta los tobillos. Él agarrándome de las muñecas porque yo no podía estar de pie.
No estoy segura de nada de lo que pasó esa noche.
Un compañero se subió al tren, nos saludamos. No quería que se quede a sacarme charla, tenía náuseas y no podía articular ni medio pensamiento. No sé por qué creí que iba a poder presentarme. Lo voy a tener que hacer igual, pensé. Ya he rendido fisura otras veces.
—¿Qué te pasó ahí? —preguntó mi compañero.
“No sé, me corté con algo”. No me había dado cuenta de que tenía hilos de sangre seca recorriéndome las piernas. Durante el viaje me dediqué a rascar las líneas rojas con las uñas. Terminé con las piernas marcadas por mis arañazos y las uñas sucias. Llegué al edificio de Sociales. Vi a mis compañeros por la ventana de la puerta del aula. No puedo entrar, pensé.
Fui al baño, vomité.
Salí del baño y del edificio. Volví a la estación, me tomé el tren de vuelta a casa.
Me acordé, como un flash, de otra imagen: sus ojos de ladrón mirándome fijo, esbozando la media sonrisa que lo hacía endemoniadamente hermoso y una palabra: “Gané”. No tengo idea si eso pasó o si lo inventé. Sé que los flashes que me atropellaron en el tren después se repitieron en loop en mi cabeza, intentando reconstruir la noche para discernir lo inventado de lo real. Recordé otra frase: “Al final siempre querés. Sos vos la que me viene a buscar”.
No estaba triste. Simplemente quería desaparecer del mundo un rato. Me dio vergüenza existir.
Me bañé.
Nunca presenté mi proyecto de tesis.
No quería salir nunca más. No quería ver a nadie.
La semana siguiente fue mi cumpleaños. No hice nada. Mi vieja hizo un brownie con una velita. Mi deseo fue quedarme un año encerrada en casa.
Tres días después, anunciaron la cuarentena obligatoria en todo el mundo.
Fue lo mejor que me podría haber pasado en la vida.
Cuando vi que tenía un mail con el asunto "Facundo" me pegue un susto bárbaro. Núnca nadie me dice "Facundo" a menos que sea para reprocharme algo o darme malas noticias. Menos mal que no se refería a mi.
Tremendo texto.
Ana, sos grosa. Cada relato tuyo es mejor que el anterior. Excelente 🔥