Nuevamente volvía a casa a las seis de la mañana totalmente dura. Atravesando unas horas de muerte hasta que las pastillas me duermen, para despertar al otro día a la tarde, con dolor de todo. Levantarme solo para ir hasta el sillón a quedarme todo el día hecha un bicho bolita, tapada con una manta. Iluminada por el color violáceo del atardecer que entra por la ventana. Paralizada de miedo a vivir así para siempre, con la vida pasando a una velocidad inalcanzable, viendo como se va lejos. Cayendo. Mirándo mi reflejo desnuda y llorar al descubrir mi notable bajada de peso. Los huesos marcados, los pómulos, la mandíbula. La esencia cadavérica que se evidencia en mi cuerpo. Porque hace tiempo que no como, ni duermo, ni hago nada. Porque no tengo hambre ni sed ni sueño ni ganas de hacer nada mas que drogarme hasta morir porque ese parece el desenlace lógico de la situación. No me espanta pensarlo así. Es el único horizonte que veo, y me tienta la idea de drogarme libremente pensando en que el éxtasis infernal puede finalmente llegar a su fin. Porque no estoy enferma sino que soy la enfermedad.
Solo puedo fumar. Mientras le escribo al transa porque ya me tiembla la mano. No voy a patearme en el piso para aclarar que esta imagen es asquerosa y patética. Y triste.
Los objetos de mi habitación me recuerdan las oportunidades que tuve. Cada cosa que vivió en mí está cargada de inocencia. Todo lo que desearía en la vida es recuperar esa inocencia. La recuerdo, pero estoy a años luz de alcanzarla. Las pilas de libros, los cuadernos, los apuntes de la facultad, las fotos. Acercarme al espejo es ver una película de terror.
Agarré una libreta negra chiquita, con hojas cuadriculadas amarillentas. Leí este texto que escribí cuando tenía 16 años:
No entiendo el tiempo,
son granos de arena en mis venas.
Me doy vuelta y tiro de la cuerda.
Del otro lado del espejo, me reflejo en el mar.
El laberinto estaba volatilizado.
Nada distinguía la puerta de entrada de la de salida, ni mucho menos la del presente.
Por eso las palabras de ayer y mañana llegaban a mí destrozadas,
con sus letras dispersas por el espacio.
Debajo de los caminos,
juguetes de la infancia se incendiaron,
desprendiendo del humo figuras delirantes que solía encontrar en sueños.
No pude evitar preguntarme cuánto tardaría el fuego en llegar hasta mí.
De solo pensarlo sentí mi cuerpo deteriorado, viejo y arrugado.
Cada movimiento se tornó sumamente lento.
No, no es momento —pensé.
(...) Estando acá, cada duda se convierte en una posibilidad, y el vacío de certezas aparece como un filo que me atraviesa las sienes. La presión hace insostenible mantener el peso de mi cuerpo. Millones de voces a la vez me susurran que necesito escapar de la forma que sea.
Me acuerdo perfectamente cuando lo escribí. Al releerlo pienso que si no hubiese consumido tanto ácido de tan chica, tal vez hoy estaría mejor.
Desde que dejé de ser una infante me estoy matando. El consuelo de que todavía soy jóven y tengo una vida por delante no me consuela porque estoy encerrada, no puedo ir hacia ningún lado. Si pudiera moverme tampoco elegiría ir hacia delante, no. Retrocedería el tiempo hasta más o menos, mis 13 años. A partir de ahí construiría la vida que podría haber tenido. Cada vez que se me presentaron dos oportunidades en paralelo, siempre elegí la peor, así se desarrolló mi vida. Pero si pudiera volver al principio, aprovecharía las oportunidades.
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Me dieron una oportunidad y la supe aprovechar.
Fueron varias oportunidades, gracias a Dios. Hago todo lo que tengo que hacer, hace tiempo. Todo cambió, por suerte y menos mal.
Mi habitación está ordenada, no sobra nada. Todo lo que hay en estas cuatro paredes es mío. Hay espacio. Sueño con flamencos, estrellas y ciruelas. Superé el miedo a las ratas y a las palomas, entiendo que son la fauna de la ciudad y hay que saber convivir en paz.
Aprendí a nadar, ahora voy a la playa y no me ahogo. Nado a contracorriente. Nado en la pileta con mi familia, que está viva. Hacemos remolinos en el agua hasta que deja de ser necesario brazar todas juntas al mismo tiempo, porque el remolino ya gira por su cuenta y nos hace circular en la pileta profunda. Le damos vida al espiral porque todas están vivas, me acompañan. Me muevo hacia el centro del remolino y veo caras que quiero mucho, que se ríen. Están cerca. Me quieren. Ellas giran y yo hago la plancha en el medio. Miro el cielo celeste despejado. Una brisa cálida me eriza la piel. Todo el peso del cuerpo se sostiene solo, en la superficie. Mi cuerpo es liviano, flota. El sol naranja de la tarde me acaricia la cara sin quemarla. Hay olor a pasto húmedo, distintas especies de pájaros cantando.
En el trabajo me va mejor. Ahora doy clases en la facultad junto con una profesora que admiro. Estoy trabajando en un proyecto de investigación que me entusiasma. Mientras enseño, aprendo. Mis estudiantes me valoran, me agradecen por contagiarles la pasión. Una de mis tareas ahora es aclarar dudas, todos dicen que soy clara y ordenada.
Me encuentro con mis amigas a merendar. Compramos facturas, tomamos dos termos de mate. Hablamos y nos reímos a carcajadas. Nos actualizamos y recordamos alguna anécdota de algo que pasó hace 15 años.
Escribo poemas por la mañana, lo hago inspirada. Mis dedos escriben solos, como si estuvieran en un trance. Me sorprendo del resultado, pienso que estoy haciendo algo bueno. Escribo cuentos, bocetos de novelas, relatos y ensayos inclasificables. Cada tanto publico perfiles de artistas o crónicas en una revista. Le dedico tiempo a esta actividad que me divierte.
Todo sucede mientras desayuno un café con leche en el balcón.
Riego las plantas. Vivo en un departamento muy lindo, en Villa Crespo, cerca del parque centenario, en un pasaje tranquilo, de casas bajas.
Después de pagar el alquiler y los gastos fijos, me queda plata para mi. Puedo pagar entradas para recitales, de vez en cuando me compro algo de ropa. Compro la bolsa grande de Royal Cat, la comida favorita de mi gato, que también está cómodo en su nuevo espacio.
Vivo sola. A la noche vuelvo de trabajar y tengo la heladera llena. Tengo especias, condimentos raros que me trajeron mis amigos de sus viajes al norte. Pongo música y mientras el gato se pasea entre mis piernas, cocino. Disfruto mezclar sabores, experimentar cosas nuevas. Mientras espero los tiempos de las cocciones bebo una copa de vino, una sola. Un vino rico, que me regaló un chico que viene a casa de vez en cuando.
El chico me gusta y hay una tensión evidente pero ninguno avanza; hay un pacto implícito de tensar el hilo hasta que sea inevitable. Mientras tanto salimos, charlamos de todo, conectamos y nos calentamos al escucharnos hablar, nos desciframos lentamente y cada vez que algo se devela nos acercamos más.
Mientras disfruto la comida, veo una película de confort, alguna que vi muchas veces. Alguna de Wes Anderson o Almodóvar. Sus paletas de colores, la dirección de arte, de sonido, los diálogos, los tonos, las actuaciones. Me voy a dormir satisfecha. Me acuesto en la cama y rápidamente me duermo.
Estoy acompañada por familia y amigos. Tengo un trabajo que me apasiona, mi cerebro se expande. Lo disfruto y lo transmito. Estoy en paz. Nerviosa por las nuevas oportunidades que se me presentan, pero en un buen sentido. Mi vida está viva.
Me gusta ser yo.
Escucho mi intuición y no me acerco a lugares que me puedan dañar.
Me cuido. También dejo que me cuiden.
Y que me quieran.
Le doy todo lo que tengo a mi alrededor. Todo. No soy ni un poco mezquina.
Tengo salud. Como sano. Hago ejercicio. Disfruto de las cosas buenas.
Sobre el escritorio, al lado de la computadora donde estoy escribiendo, tengo una foto enmarcada. Cuando la veo mucho tiempo me siento medio tarada porque me emociona. No me siento tarada; me emociona.
En la foto estoy en la puerta de la facultad, riéndome con los ojos achinados. Fue tomada unos segundos antes de que me llenen de espuma y papelitos y de que mis hermanas me tiren huevos en el pelo. Cuando salí por la puerta y les dije “10”, a mi mamá, que está viva, se le llenaron los ojos de lágrimas. Mi papá, que estaba ahí, me abrazó. Mis hermanas, que viven en este país, me aplaudían.
Estoy orgullosa de mi presente.
Ahora se flotar.
Pero el transa contestó.
Así, veo pasar frente a mi la posibilidad de una vida que quedó atrás.
Me apego a esa fantasía que me destruye, antes de que mis ojos queden negros para siempre.
Mientras me apago, se me cae una pestaña que pego a mi pecho con el dedo pulgar. Deseo despertar en la veterinaria, cargando una enorme bolsa de Royal Cat.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?
El ácido es la clave. No lo dejés. te hace bien.